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13. La misericordia, fruto del Espíritu

Guiados por el Espíritu

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Textos citados y comentados

SAGRADA ESCRITURA:

Lucas 24, 46-53:

Jesús dijo a sus discípulos:

“Así está escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto”.

Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios.

 

Hechos de los Apóstoles: 1, 5-12

En una ocasión, mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó que no se alejaran de Jerusalén y esperaran la promesa del Padre: “La promesa, les dijo, que yo les he anunciado. Porque Juan bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo, dentro de pocos días”. Los que estaban reunidos le preguntaron: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” El les respondió: “No les corresponde a ustedes conocer el tiempo y el momento que el Padre ha establecido con su propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”. Dicho esto, los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos. Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir”. Los Apóstoles regresaron entonces del monte de los Olivos a Jerusalén: la distancia entre ambos sitios es la que está permitida recorrer en día sábado.

 

Hechos de los Apóstoles: 2, 1-17

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: “¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”. Unos a otros se decían con asombro: “¿Qué significa esto?”. Algunos, burlándose, comentaban: “Han tomado demasiado vino”. Entonces, Pedro poniéndose de pie con los Once, levantó la voz y dijo: “Hombres de Judea y todos los que habitan en Jerusalén, presten atención, porque voy a explicarles lo que ha sucedido. Estos hombres no están ebrios, como ustedes suponen, ya que no son más que las nueve de la mañana, sino que se está cumpliendo lo que dijo el profeta Joel: ‘En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres y profetizarán sus hijos y sus hijas’”.

 

PAPAS:

Benedicto XVI: En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos “estaban todos reunidos en un mismo lugar”. Este “lugar” es el Cenáculo, la “sala grande en el piso superior” (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la “sede” de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: “Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.

 

PADRES DE LA IGLESIA:

 

San Agustín:

Aquella permanencia que les promete para el futuro, es diferente de esta permanencia que ahora tiene entre ellos. Aquella es espiritual y se verifica en el interior de las almas; esta es corporal y se manifiesta exteriormente a la vista y al oído. Aquella constituye la eterna bienaventuranza de los liberados; esta es una visita temporal a quien viene a liberar. Por aquella el Señor jamás se parta de los que lo aman; por esta se va y los deja.

 

San León Magno:

El Hijo del hombre se mostró Hijo de Dios de una manera más excelente y misteriosa cuando fue recibido en la gloria de la majestad paterna, y comenzó de un modo inefable, a estar más presente por su divinidad al alejarse más por su humanidad.

 

Cristo, ni al descender se apartó del Padre ni con su ascensión se separó de sus discípulos.

 

Este camino del amor es el que ha tomado Cristo para descender hasta nosotros a fin que nosotros podamos subir hasta Él.

 

OTROS AUTORES:

 

Jean Leclercq:

¿Qué hacéis mirando al cielo?… Mas los monjes tienen ese privilegio de seguir mirando. Saben que no verán en absoluto al Señor; vivirán pues en la fe. Seguirán allí no obstante. Su cruz será amar sin ver, y mirar, sin embargo, siempre; no fijar los ojos sobre nada fuera de Dios, invisible y presente. Su testimonio frente al mundo, será mostrar, por su sola existencia, la dirección hacia donde es preciso mirar. Se tratará de precipitar, mediante el deseo y la plegaria, la consumación del reino de Dios.

 

Jean Daniélou:

El día de la Ascensión la obra de Cristo está plenamente realizada. El día de Pentecostés comienza la obra del Espíritu, enviado por el Padre y el Hijo.

Entre Ascensión y Pentecostés hay un espacio misterioso, breve según las medidas humanas, pero que constituye por sí mismo toda una edad, y en la cual, en un silencio semejante a aquel que precedió a la creación del mundo, la misión del Espíritu es decretada en el secreto de los divinos consejos.

El misterio del Cenáculo es el misterio del silencio. El silencio de la tierra adora el silencio del cielo. Mientras que en las profundidades de la Trinidad la efusión del Espíritu creador es misteriosamente dispuesta, María y los apóstoles retirados y como arrebatados del mundo, están orientados hacia las realidades celestiales. Sus ojos permanecen todavía fijos en la nube en la que Cristo les ha sido arrebatado… A través de ellos es la humanidad entera la que espera el cumplimiento de las promesas. Esta espera es también la nuestra. Los estados del Verbo encarnado son un eterno presente para la Iglesia que los adora en su admirable secuencia. Así ocurre en el misterio de estos diez días. Se nos hace adorar al Verbo encarnado en su Exaltación real, en su intercesión soberana, en la plenitud del Espíritu, en la creación de la Iglesia.

Para adorar estos misterios escondidos, hacen falta almas escondidas, escondidas y ajenas al mundo y que vivan en el silencio de Dios. Los misterios del Verbo encarnado, se continúan en la Iglesia que es su cuerpo. No resta sino adorarlos y tomar parte en ellos. Si es verdad, como dice San Pablo, “que Cristo nos ha resucitado y hecho sentar con Él en el cielo” (Ef 2,6), es para pedir, con Él y por Él, incesantemente al Padre, la efusión perpetua del Espíritu que comunica la vida al mundo.

 

SECUENCIA AL ESPÍRITU SANTO

Ven Espíritu Santo,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre,

espléndido don del cielo;

luz que penetras las almas,

fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,

en nuestro esfuerzo el descanso,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego;

gozo que enjuga el llanto

y reconforta las penas.

Entra hasta el fondo del alma,

divina luz que consuela.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro.

Mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas

e infunde calor de vida en el hielo.

Calma el alma rebelde,

guía al que tuerce el sendero.

Tus siete dones reparte

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia,

da mérito al esfuerzo;

salva al que busca salvarse,

dale tu gozo eterno.

 

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