III Domingo del Tiempo durante el año, ciclo A

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Dios tiene derecho a irrumpir de un modo misterioso
en la vida de un hombre o de una mujer,
pedirle absolutamente todo,
cambiarle el esquema de su vida
y sellar para siempre su existencia
con el gozo de una ofrenda y de un servicio.

CARDENAL PIRONIO

 

Oración Colecta: Dios todopoderoso y eterno, ordena nuestra vida según tu voluntad para que, en el nombre de tu Hijo amado, podamos dar con abundancia frutos de buenas obras. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

 

Del profeta Isaías 8, 23b—9, 3

En un primer tiempo, el Señor humilló al país de Zabulón y al país de Neftalí, pero en el futuro llenará de gloria la ruta del mar, el otro lado del Jordán, el distrito de los paganos. El pueblo que caminaba en las tinieblas ha visto una gran luz; sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz. Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo; ellos se regocijan en tu presencia, como se goza en la cosecha, como cuando reina la alegría por el reparto del botín. Porque el yugo que pesaba sobre él, la barra sobre su espalda y el palo de su carcelero, todo eso lo has destrozado como en el día de Madián.

 

Salmo responsorial: Sal 26,1.4.13-14

R/ EL Señor es mi luz y mi salvación.

 

El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida; ¿quién me hará temblar? R/

Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. R/

Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor. R/

 

De la primera carta a los Corintios 1, 10-14. 16-17

Hermanos: En el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, yo los exhorto a que se pongan de acuerdo: que no haya divisiones entre ustedes y vivan en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir. Porque los de la familia de Cloe me han contado que hay discordias entre ustedes. Me refiero a que cada uno afirma: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo de Cristo”. ¿Acaso Cristo está dividido? ¿O es que Pablo fue crucificado por ustedes? ¿O será que ustedes fueron bautizados en el nombre de Pablo? Felizmente yo no he bautizado a ninguno de ustedes, excepto a Crispo y a Gayo. Sí, también he bautizado a la familia de Estéfanas, pero no recuerdo haber bautizado a nadie más. Porque Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar la Buena Noticia, y esto sin recurrir a la elocuencia humana, para que la cruz de Cristo no pierda su eficacia.

 

Quisiera insistir en la renovación de estos tres aspectos esenciales: vida de oración, espíritu de caridad, sentido misionero. Allí encontrará precisamente el sacerdote, desbordado y consumido, el sentido central de su misión.

 

Vida de oración. Los hombres de hoy hemos descubierto el valor de la palabra, el diálogo y el servicio. Pero hemos perdido un poco la capacidad del silencio, la reflexión y la oración. Hablamos demasiado entre nosotros mismos, y escuchamos muy raramente al Señor. Hace falta volver a la oración. Multiplicar los “momentos fuertes” de un encuentro directo y hondo con el Señor. Intensificar los retiros espirituales, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, las celebraciones litúrgicas, la adoración al Santísimo, las experiencias de oración.

La comunidad cristiana puede perder su capacidad de diálogo y de servicio -su misma capacidad de ser experiencia de fraternidad evangélica en el amor- si no vive más hondamente en la contemplación. De aquí arranca la palabra, el testimonio, la misión. Hubo un tiempo en que ignorábamos al hombre con el pretexto de que buscábamos a Dios. Hoy corremos el riesgo de olvidar las exigencias radicales del Evangelio -silencio y cruz, pobreza y caridad verdadera- con el pretexto de que servimos a los hermanos. Y ciertamente no los amamos en plenitud si no dejamos en su interior algo de Dios, un poco de esa “hambre y sed de justicia” que os hará felices. (Mt. 5,6).

Espíritu de caridad. Un segundo fruto de la renovación anhelada: comunidades verdaderamente fraternas. No siempre nuestras comunidades cristianas son un “signo de la presencia de Cristo en el mundo” (AG 15). Hay muchas cosas que nos mantienen separados y divididos: visiones distintas de la Iglesia, interpretaciones parciales del Evangelio, del Concilio, de Medellín. Absolutización de experiencias religiosas o de movimientos apostólicos. Opciones políticas distintas. Con frecuencia comunidades encerradas en sí mismas e insensibles al problema de los otros. Como si Cristo se hubiese dividido (1Cor 1, 13). Olvidamos que “todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y cada uno en particular, somos miembros unos de otros” (Rm 12. 5). El Señor no quiere que “haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros sean mutuamente solidarios” (1Cor. 12, 25).

Esto supone que cada miembro de la comunidad sea fiel a su propia identidad. Que cada uno descubra su función en la Iglesia, realice con generosidad su vocación específica y reciba con alegría los dones del hermano. De un modo especial, que las almas consagradas proclamen el testimonio pascual de su entrega.

El sacerdote encuentra aquí la esencia de su servicio: ser principio de unidad. Es el hombre consagrado por el Espíritu para hacer y presidir la comunión. En la misma línea del Servidor de Yavé “destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes” (Is. 42, 6). Por eso mismo tiene que ser el hombre de la oración, de la comunión fraterna y del servicio.

Sentido misionero. Una comunidad fuertemente invadida por el Espíritu de Dios es esencialmente misionera. No se encierra en sí misma saboreando a solas la salvación. Sale y entra en el mundo. Es una comunidad comprometida desde la fe a ser “fermento y alma de la sociedad” (GS 40).

Pero como signo e instrumento de la presencia salvadora de Cristo Resucitado. Como expresión del amor de Dios. Es decir, esencialmente comprometida a ofrecer lo específico cristiano, a ser verdadera sal de la tierra, luz del mundo, levadura de Dios para la historia.

Hay vastos sectores -zonas rurales y populosos barrios de nuestras ciudades- que se encuentran dolorosamente marginados de una presencia religiosa y de una preocupación material. Es preciso que Cristo llegue allí a través de la acción salvadora de los cristianos. Una comunidad es viva cuando irradia y comunica el fruto de la Pascua. Cuando toda ella se siente sacudida por el Espíritu de Pentecostés para llevar el testimonio de la Resurrección de Jesús -en palabras y en gestos- “desde Jerusalén… hasta los confines de la tierra” (Hech. 1, 8).

CARDENAL PIRONIO

 

Evangelio según san Mateo 4, 12-23

Cuando Jesús se enteró de que Juan Bautista había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”. A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”. Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar porque eran pescadores. Entonces les dijo: “Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres”. Inmediatamente, ellos dejaron las redes y lo siguieron. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos: a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca con Zebedeo, su padre, arreglando las redes; y Jesús los llamó. Inmediatamente, ellos dejaron la barca y a su padre, y lo siguieron. Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias de la gente.

 

En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la región en la que creció, un territorio de “periferia” con respecto al centro de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8,23-9,1), la luz de Cristo y de su Evangelio (cf. Mt 4,12-16).

BENEDICTO XVI – Ángelus 27 enero de 2008

 

Toda vocación es un don de Dios, un regalo del Padre, un llamado singular y amoroso de Cristo: “No son ustedes lo que me eligieron a mí, sino Yo el que los elegí y los destiné para que ustedes vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn. 15, 16).

En cualquier circunstancia puede darse la manifestación del Señor: “Síganme y yo los haré pescadores de hombres. Inmediatamente ellos dejaron sus redes y lo siguieron” (Mc. 1, 16-20). En el corazón de cada joven, fuerte y bueno, puede darse la radical invitación de Jesús: “Una cosa te falta todavía. Vende todo lo que tienes y distribúyelo entre los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígueme” (Lc. 18, 18-23).

Dios tiene derecho a irrumpir de un modo misterioso en la vida de un hombre o de una mujer, pedirle absolutamente todo, cambiarle el esquema de su vida y sellar para siempre su existencia con el gozo de una ofrenda y de un servicio. Así lo hizo con Abrahán (Gn. 12, 1-4) y con María (Lc. 1, 26-38). Porque ambos fueron fieles les cambió la historia y fueron salvados los hombres.

Pero normalmente la vocación supone una comunidad cristiana madura en la fe, firme en la esperanza y generosa en la caridad (1Tes. 1, 3). De allí arranca la Palabra del Señor y se difunde en todas partes. Comunidades de elegidos de Dios, santos y amados (Col. 3, 12) donde la Palabra de Cristo reside con toda su riqueza. Normalmente la vocación surge del interior de una comunidad profunda, fraterna y misionera.

 

CARDENAL PIRONIO

 

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