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Donde Dios hace alianza con nosotros

EL DESIERTO DONDE DIOS HACE ALIANZA CON NOSOTROS

“Señor, recuerda y no rompas tu alianza con nosotros” (Jer 14,21).

Con este texto del profeta Jeremías que las monjas cantamos los domingos de cuaresma vamos a reflexionar sobre la ALIANZA. Le pedimos a Dios que recuerde y no rompa su alianza con nosotros. El Dios en el cual creemos y al cual rezamos es alguien que ha hecho alianza con nosotros. Apenas Dios saca al pueblo de la esclavitud de Egipto, del pecado, lo hace transitar por el desierto y allí hace alianza con él. En el capítulo 19 del Éxodo Dios dice: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águilas y os he traído a mi. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece”.

Una alianza servía para fundar y reglamentar, regir las relaciones entre distintos grupos humanos. En el Oriente había muchos tipos de alianza: entre iguales, entre señores y vasallos. La disparidad no impedía la relación, ni la amistad y comunión. La alianza se expresaba en términos de relación y no de contrato. La alianza no es un tratado sino un compromiso, un modo de vida común, una relación entre personas. Era siempre entre dos. Era un modo de compartir la vida, los frutos y responsabilidades de la vida, los bienes. La alianza inaugura una manera nueva de vivir la vida. Podía hacerse entre personas o entre pueblos. Pero nunca había ocurrido que un hombre pudiera hacer alianza con Dios, que un Dios hiciera alianza con un hombre, con un pueblo. Y toda alianza exigía poner por escritos las clausulas que regirían esa nueva relación, ese nuevo compromiso de vida. Dios toma la iniciativa, elige al pueblo y quiere empezar una nueva relación con él, quiere comprometerse con el hombre y que el hombre sea capaz de una respuesta. La alianza es siempre una expresión de amor; es la expresión de una relación de amor. Y debe ser libre. Por eso se trata de una opción: se elige relacionarse en profundidad con tal persona, con otro. No es un compromiso forzado.

En el texto que acabamos de leer, Dios le dice al pueblo: “Seréis mi propiedad personal”. Esta expresión “propiedad personal” es la traducción de una palabra hebrea que significa “tesoro del rey””; era la parte del botín que el rey separaba y se reservaba para sí, la parte mejor. Entonces, Dios les está diciendo que él los separará de entre los demás pueblos como su tesoro real. Dios elige al pueblo, elige al hombre para vivir con él una relación personal. Y la causa no es otra que el amor. En Deut 7,6 ss, Moisés le dice al pueblo: “Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay entre la faz de la tierra. No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos, sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Dios con mano fuerte y os ha librado de la casa de faraón, rey de Egipto. Has de saber, pues, que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos”. Guardar la alianza es guardar los mandamientos. Los mandamientos por tanto no son “prohibiciones”, no son los No, lo que no se puede hacer, sino que son las consecuencias del amor, de esa nueva relación exclusiva y personal. Los mandamientos son leyes que ayudarán al pueblo a vivir en el cada día ese pacto de amor, esa alianza.

El primer mandamiento que Dios les da es: “Yo, el Señor, soy tu Dios”. El primero que se compromete es Dios. Se compromete a ser su Dios todos los días de su vida. Y agrega “el Dios que te sacó de Egipto”. Este agregado es muy importante. Es como si les dijera: soy ese Dios que tiene poder para sacarte siempre de Egipto, el Dios que te sacará siempre del pecado, de las manos del enemigo. Por eso es el Dios fuerte, el único que puede vencer al enemigo. Toda la Biblia será la historia de esta relación de amor, de este Dios fuerte que continuará sacando al hombre del Egipto del pecado. Esta expresión: “soy el Señor Dios tuyo” aparecerá constantemente en la Biblia, sobre todo en los salmos. Y será la fórmula de la alianza: “Yo tuyo y tú mío”. Esta fórmula de alianza atraviesa toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. El Génesis comienza con Dios que crea todo para el hombre, prepara todo para que el hombre lo tenga todo, le crea un paraíso y después lo pone en él. Y le da lo más importante: su amistad, su vida. En realidad el paraíso es Dios mismo. Lo que hace que ese lugar primero sea un paraíso es la presencia de Dios. Y Dios crea al hombre porque quiere hacerlo partícipe de su vida divina, quiere introducirlo en su paraíso. Pero el hombre, seducido por el diablo, abandona el paraíso. En el paraíso el hombre estaba con Dios, Dios era su Dios. Existía por tanto una relación de alianza. Dios era suyo y él era del hombre. Existía una alianza natural. El hombre pertenecía a Dios, era suyo y Dios era del hombre, era su Dueño, su Señor y Creador, su Padre, su Dios. Cuando el hombre peca se va de la presencia de Dios, se esconde, se oculta. Pero Dios no se oculta jamás de él. Es más, apenas el hombre se va, Dios sale a buscarlo: Adán, ¿dónde estás? Adán le confiesa que estaba desnudo, que había perdido su dignidad, la túnica de la gracia, por eso tenía vergüenza. Y Dios, siempre Padre, “hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió”. Dios no puede dejar de ser padre, no puede dejar de ser su Dios. Aquí empieza la historia de la salvación. Dios quiso cubrir su desnudez, su vergüenza, su pecado. El Hijo de Dios se encarnará precisamente para esto; tomará nuestra piel, nuestra desnudez, nuestra vergüenza y la cubrirá de su divinidad, de su perdón y nos devolverá la túnica de la gracia que habíamos perdido. Desde el primer día Dios trató de cubrir nuestra desnudez. No tengamos miedo de presentarnos a Dios tal como somos; de presentarle lo más vergonzoso, lo más sucio, la herida más profunda, los sentimientos más ocultos, los pensamientos más íntimos, para que los cubra con el manto de su misericordia y nos cure. Hoy en la misa leímos en el profeta Miqueas: “¿Qué Dios es como tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía de tu herencia? Él no mantiene su ira para siempre, porque ama la fidelidad. Él volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará en lo más profundo del mar todos nuestros pecados. Manifestarás tu lealtad y tu fidelidad, como lo juraste a nuestros padres desde los tiempos antiguos (7,14-20). Dios perdón para salvar la alianza. El perdón es lo único que hace posible continuar la alianza. Cuando una de las partes falla, si hay un perdón, la alianza no llega a romperse. Sólo el amor es capaz de soportar la infidelidad, el fraude, el no del otro.

Toda la Biblia debemos leerla siempre en clave de alianza. Por ejemplo, el evangelio de hoy, el evangelio del hijo pródigo narrado en Lc 15. Se nos habla de un padre que tiene dos hijos. El padre que tiene una relación de alianza de amor con cada uno de los hijos. Es verdad que uno no hace pactos con los hijos. Pero el hecho de ser padre hace que yo tenga que comportarme como tal respecto al hijo y viceversa, el hecho de ser hijo hace que deba comportarme como hijo de mi padre. Hay deberes de padres y deberes filiales. Nosotros somos hijos de Dios, hijos adoptivos. Hay una adopción filial. Dios nos adopta, nos elige por hijos. Y en esa elección entra la alianza. Dios decide ser nuestro padre, nuestro Dios y nos adopta para darse por entero como padre. Lo propio del padre es dar la vida. Y Dios quiere dárnosla todos los días en abundancia. El hijo de la parábola le pide a su padre toda su parte y el Padre se la da. Otra vez la libertad. El padre lo deja libre. Y el hijo se va lejos, se olvida del padre, se olvida de su filiación, empieza a vivir sólo con lo suyo, sin recibir la vida, deja de recibirla y la vida se le va agotando, no tiene reservas; lo pierde todo, se va vaciando por dentro, va perdiendo el aliento de vida, aquello que estando con el Padre recibía casi sin darse cuenta. Dice el texto: “ya había gastado todo, cuando sobrevino una gran miseria y comenzó a sufrir privaciones”, empezó a privarse de todo, a conformarse cada vez con menos, con lo peor, tratando no ya de vivir sino de sobrevivir, y sobrevivir no ya como hombre sino como los animales, pues “deseaba comer lo que comen los animales pero nadie se lo daba”. Y en ese estado de miseria, tocando fondo, llegando al límite, afloró desde lo más íntimo de su alma el lazo indestructible del padre. Apenas piensa en el padre comienza a revivir, a recuperar las fuerzas para emprender el camino de regreso. El padre le da las fuerzas para volver, las fuerzas para decidir cambiar de vida: “Ahora mismo – dice- iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Fíjense, utiliza la fórmula de la alianza: “mi padre, hijo tuyo”. El pecado nos hace vivir como extraños, nos aísla, nos sumerge en una soledad mortal, en un callejón sin salida, nos encierra en nosotros mismos, nos hunde, nos destruye, nos hace perder la dignidad no sólo de hijos sino de seres humanos; nos hace vivir como animales, movidos por instintos meramente animales. El hijo dejó de vivir como hijo, pero el padre nunca dejó de ser padre. Por eso dice el texto que “cuando todavía estaba lejos su padre lo vió”. La mirada del padre la había seguido siempre, aún cuando estaba en Egipto… Este hijo estaba en Egipto, en el pecado, pero la mirada del Padre lo rescató. Dios nos rescata con su mirada. No deja de mirarnos nunca. Esto también es parte de la alianza. Dios se comprometió a ser nuestro Dios, a ser el Dios del hombre y a que el hombre fuera su propiedad personal. Por eso cumple la  promesa y nos sigue siempre con su mirada. Acuérdense de la mirada de Jesús que rescató a Pedro apenas éste lo negó. Benedicto XVI comentando esta escena decía: “El Señor se volvió y miró a Pedro… La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Pues Pedro, saliendo rompió a llorar amargamente. Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús. Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas”. La mirada de Dios nos arranca de la situación más tremenda, de todo límite, como lo sacó a este hijo, como lo sacó a Pedro. Y esto para asegurarse la alianza. El perdón es lo único que posibilita que la alianza siga. El hijo de la parábola vuelve con la conciencia de haber roto la alianza, la relación filial. Por eso lo único que espera es estar en la casa del padre, vivir bajo su mismo techo, sabiendo que jamás podrá pretender que el padre lo trate como hijo, conformándose que lo trate al menos como un jornalero. Pero, Dios que es más grande que nuestras miserias y pecados, cubre su desnudez, su vergüenza, como lo había hecho con Adán en el paraíso. Apenas regresa, dice el texto: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo”. La mejor ropa: esta es la magnanimidad del Padre, siempre lo mejor para el hombre; nos cubre con lo mejor. Y además agrega: “pónganle un anillo en el dedo”, el anillo es el signo de la alianza.

Y después viene el segundo hijo. Y se repite la historia. Pues el hijo mayor también había dejado de vivir como hijo, vivía como un jornalero, buscando sólo “el salario”: “tú nunca me diste un cabrito”; había perdido la alianza, la relación filial. Y el Padre también quiere recuperarlo, y al hacerlo utiliza otra vez la fórmula de la alianza; al hablar no le sale otra cosa que la alianza: “Hijo todo lo mío es tuyo”. Romano, el Cantor, comentando esta escena dice: “El padre le respondió con mansedumbre: «Inclina tu oído y escucha a tu padre. Tú siempre estás conmigo, no te has alejado nunca de mí; tampoco te has separado de la Iglesia, tú estás cerca de mí, siempre estás junto a mí con todos mis ángeles. En cambio este ha regresado avergonzado, desnudo y sin belleza, exclamando: “¡Ten piedad! He pecado, padre, y suplico, porque soy culpable ante ti; acéptame como a un criado y aliméntame, pues tú amas al hombre, dueño y Señor de los siglos”. Tu hermano ha exclamado: “¡Sálvame, padre santo!”. ¿Qué podía hacer yo al escuchar esa súplica? ¿Cómo podía no tener compasión y salvar a este hijo mío que gemía y se lamentaba? Te constituyo juez, a ti que acusas. Júzgame a mí, hijo, puesto que me censuras, y conviértete en mi árbitro. Me alegro siempre de amar a los hombres, ¿cómo entonces hubiera tenido la fuerza de volverme inhumano? ¿Cómo no tendré piedad con la creatura que yo he formado? ¿Cómo no tendré compasión del que se arrepiente? Mis propias entrañas han engendrado a mi hijo, del que he tenido piedad, yo que soy dueño y Señor de los siglos. Entiende lo que te digo, hijo; todo lo mío es tuyo, y a él he querido hacerle partícipe de mis bienes; los bienes que tú tienes no han disminuido, pues no he tomado de lo tuyo para entregárselo a tu hermano; le he dado de mis propios tesoros. De los dos soy creador y padre bueno, amigo de los hombres y misericordioso. A ti te honro, hijo mío, porque me has preferido y servido siempre voluntariamente, y de él tengo compasión porque se entrega con esmero a la obra de su conversión. Así pues, deberías alegrarte con todos los que he invitado, yo el dueño y Señor de los siglos”.

La alianza atraviesa todo el evangelio. El evangelio empieza con el “Emmanuel”, Dios con nosotros, y termina con las palabras de Jesús: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Esta promesa de permanecer con nosotros para siempre es el cumplimiento de la alianza, de una alianza que selló con su propia sangre para que nada ni nadie pueda romperla. Todo el AT es una constante renovación de la alianza: el hombre que promete ser fiel pero que después cae, se descarría, y Dios que vuelve a posibilitarle con el perdón la reanudación de la alianza. El día que el pueblo hace la alianza, pronuncia con toda el alma: “Cuando Moisés le dijo al pueblo todas las palabras de la alianza de Dios, el pueblo respondió: Cumpliremos todas las palabras que nos ha dicho el Señor. Y más adelante vuelve a decir: “Obedeceremos y heremos todo cuanto ha dicho el Señor”

 

La oración es propia de la alianza, es expresión de la alianza. La alianza hace posible la relación personal con Dios, por eso rezamos. Los salmos son el modelo perfecto de la oración como expresión de la alianza. Tomemos por ejemplo el salmo que rezamos esta mañana en las Laudes. Es el salmo 142, que empieza diciendo: “Señor, escucha mi oración”. Le pedimos a Dios que nos escuche. ¿Con qué derecho le pedimos a Dios que nos escuche? ¿Puede el hombre exigirle a Dios que lo escuche, pretender que Dios lo escuche, lo atienda? Sí, podemos precisamente por la alianza. Porque Dios se hizo nuestro, se hizo “nuestro Dios”. Y al rezarle, al dirigirnos a él, al llamarlo y pedirle que nos escuche estamos reconociendo que es nuestro Dios, que podrá aquello que le pedimos. El salmo sigue diciendo: “Tú que eres fiel, atiende a mi súplica”. Son expresiones de alianza: fidelidad, lealtad. “Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios…y siervo tuyo soy”: la fórmula perfecta de toda alianza: tú mío y yo tuyo.

El salmo 118 también es una expresión perfecta de la alianza. Imposible detenernos ahora en este salmo. Sólo una palabra: el salmo comienza hablando del hombre que camina en la voluntad de Dios, que cumple sus preceptos, o sea, que guarda la alianza, que busca a su Dios de todo corazón. Y termina pidiendo a su Dios: “me extravié como oveja perdida, busca a tu siervo que no olvida tus mandatos”; otra vez: mi Dios – tu siervo”.

 

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