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Con humildad de corazón.

¿CÓMO REZAR EN CUARESMA?

CON HUMILDAD DE CORAZÓN:

“¡No soy digno, yo pecador, de levantar mis ojos al cielo!”

¿Cómo rezar en Cuaresma?Lo primero que debemos hacer es pedir: “Señor, enséñanos a orar” Que sea el Señor quien nos enseñe a rezar en estos días de cuaresma, como le enseñó un día a los discípulos.

¿Qué es rezar?

La oración es expresión del deseo que el hombre tiene de Dios.(Santo Tomás de Aquino)

La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él. La causa de esta sed, está en que el hombre ha sido creado por Dios y para Dios. Aún después del pecado, el hombre conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. (San Agustín).

El hombre, aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo. Benedicto XVI

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. El hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Benedicto XVI

Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración: la oración es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios. La oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, es tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Es siempre mirar al Otro, mirar a Cristo, mirar a Dios. Es abrir el corazón y levantarlo hacia Dios, por eso es entrar en una relación personal con Él. Benedicto XVI

Aunque el hombre se olvide de su Creador, Dios nunca se olvida de él y no deja de llamarlo. Dios siempre toma la iniciativa de buscarnos. Por eso nuestra oración no es más que una respuesta a este llamado primero de Dios: “Adán, ¿dónde estás?” (Gn 3). Benedicto XVI

Hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad. Dios se hace uno de nosotros; es el método realizado en la encarnación, el de la parábola del granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la mas y lentamente la hace crecer. Es necesario una recuperación de la sencillez, un retorno a lo esencial. Benedicto XVI

“Señor, tú cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan y los perdonas” (Sab 11,23-26).

“Vuelvan a mi de todo corazón. Vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento a la ira y rico en amor” (Joel 2,12: primera lectura del miércoles de ceniza)

“Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones. Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien. Vengan y discutamos – dice el Señor – Aunque sus pecados sean como la escarlata se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana” (Is 1,10 ss).

El fariseo tenía pecados, pero como era malvado e ignoraba adonde había venido, hallándose como en el consultorio del médico para ser curado, mostraba sólo los miembros sanos y ocultaba las heridas. ¡Que sea Dios quien cubra las heridas, no tú! Porque si tú, avergonzado, quisieras ocultarlas, el médico no las curará. Que el médico las cubra y las cure, pues las cubre con una medicina. Bajo las vendas del médico se curan las heridas, bajo las vendas del herido se ocultan. ¿A quién se las ocultas? A Aquel que conoce todas las cosas (San Agustín).

Si Pablo fue curado ¿por qué he de perder yo la esperanza? Si tan gran médico sanó a enfermo tan desesperado, ¿por qué no he de aplicar yo aquellas manos a mis heridas? ¿No he de apresurarme entonces a acudir a tales manos? (San Agustín).

Si vuelves a pecar, pues, levántate; si mueres, vuelve a la vida; si te pierdes, déjate encontrar; si te extravías, regresa. Dí a tu adversario: ‘No te regocijes a causa de mi, enemigo mío, porque he caído, porque volveré a levantarme, pues si aún estoy sentado en tinieblas, el Señor me iluminará, porque él no guardará resentimiento para siempre; pues el Señor ha dicho: No te abandonaré, ni te dejaré; y podemos decir con confianza: El Señor es mi ayuda, no temeré lo que me hará el hombre enemigo’. Medita    todo esto en el momento de la oración y recuerda la benevolencia y la misericordia de Dios en todo tiempo. Recuerda tus pecados, acércate al Señor con amor, pídele que perdone tus pecados y él te escuchará. Y si el maligno te arrastra a la desesperación, recuerda al publicano, a quien el Señor ha perdonado, ten confianza en él, cree y vivirás. (Evagrio Póntico).

El Señor me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva, a sanar los corazones contritos. No me ha enviado para los sanos y los soberbios, sino como médico para los enfermos y los corazones contritos; no para los justos sino para los pecadores ha hecho de mí un hombre de dolores, un hombre que conoce la debilidad, un hombre manso y humilde de corazón. (Ruperto de Deutz).

Con esta parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar. Ambos protagonistas suben al templo para rezar, pero actúan de formas muy distintas, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. Su oración es, sí, una oración de acción de gracias dirigida a Dios, pero en realidad es una exhibición de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», a los que califica como «ladrones, injustos, adúlteros», como, por ejemplo, —y señala al otro que estaba allí— «este publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: ese fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo. No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos. Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. Sólo a partir de allí podemos, a su vez, encontrarnos con los demás y hablar con ellos. El fariseo se puso en camino hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber extraviado el camino de su corazón. El publicano en cambio —el otro— se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! Su oración es esencial Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente.

Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Os digo que este —o sea el publicano — bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es precisamente la imagen del corrupto que finge rezar, pero sólo logra pavonearse ante un espejo. Es un corrupto y simula estar rezando. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón. Es esta la humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. […] su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 48.50). Que nos ayude ella, nuestra Madre, a rezar con corazón humilde. Y nosotros, repetimos tres veces, esas bonita oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador. (Papa Francisco).

El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos le vean, es decir, que durante el oficio divino, en el oratorio, dentro del monasterio, en la huerta, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar, sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo. Y, creyéndose que se encuentra ya en el juicio de Dios, dicendo sin cesar en la intimidad de su corazón lo mismo que aquel publicanos del evangelio decía con la mirada clavada en la tierra: ‘Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar mis ojos hacia el cielo” (San Benito, Regla de los monjes).

Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado. Por la altivez se baja y por la humildad se sube. Cuando el corazón se abaja, el Señor lo levanta hasta el cielo.(idem).

Tenga el hombre certeza de que Dios lo está mirando a todas horas desde el cielo, que esta mirada ve en todo lugar sus acciones y que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. (idem).

Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor, luz en mi sendero (salmo 118).

Señor, tú me sondeas y me conoces: me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares; no ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda…¿A dónde iré lejos de tu aliento, a dónde escaparé de tu mirada? Si escalo el cielo, allí estás tú; se me acuesto en el abismo, allí te encuentro… Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos, mira si mi camino se desvía, guíame por el camino eterno (salmo 138).

 

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